11 feb 2011

I

Durante las siestas no solía soñar muy a menudo pero esta vez soñó, uno de esos sueños confusos con puentes, túneles, personas que de repente se transforman en otras personas o en otras cosas, en fin, todo lo necesario como para armar un buen compendio de literatura pseudosurrealista pedorra de esas del tipo “cuando al fin comprendió que estaba soñando” “cuando de pronto se despertó sobresaltado, sudando a borbotones sobre las blancas sábanas”.
Se levantó a tomar un poco de fernet con soda, todavía lagañoso, todavía recorriendo mentalmente el límite entre el sueño y la vigilia, parado sobre el abismo del descanso nocturno.
Si el gato no hubiera maullado justo antes de que apoyara el pie hubiera tenido un felpudo más. Medio que se lamentó.
Salió como quien sale a comprar cigarrillos o forros a las cuatro de la mañana, medio desesperado, del todo ansioso, comiéndose la propia sombra con los pasos. Los pantalones demasiado caídos, las alpargatas como chancletas, la musculosa transpirada, y las ganas puestas en otro lado, en el mismo que la mirada, en un horizonte de estupidez demasiado cercano.
Pisó la primera baldosa rayada de la vereda y el calor se le vino encima, pegajoso. Cómplice de la humedad le adhirió la musculosa al cuerpo, y le llenó la boca de ciudad brumosa, de tabaco ajeno, de un gusto a inefable derrota.
Cerró fuerte el puño, con bronca, como queriendo pegarle una trompada a la pesadez de la madrugada. Buscó una bocanada de aire bajo la luz de un poste, aún sabiendo que lo único que iba a encontrar era humo. Le dieron ganas de fumar. Hacía tres años y dos meses que no fumaba. Ni uno, ni medio, ni una mísera pitada siquiera. Fue hasta el kiosco de mitad de cuadra y compró un cigarrillo suelto. Caminó tres pasos y volvió a buscar fuego. Se sentó a fumar en el cordón de la esquina. Terminó el cigarrillo y volvió arrastrando las alpargatas, jugando con el ruido de las baldosas a rayas.
Se sentó a comer en el piso de la cocina el plato que ella le había cocinado mientras decía cambiarse. Probó el primer bocado y las nauseas le subieron hasta la garganta. Tenía gusto a su sexo, como si se hubiera masturbado con la olla, o hubiera cocinado dentro de su propia cavidad (suponiendo que le fuera posible tal acrobacia).Jamás le había desagradado ese gusto, al contrario, cada vez que su cabeza iba a parar entre las piernas de ella, se regocijaba con su olor, con el sabor y la textura del sexo en su lengua y sus labios. A ella le encantaba que lo hiciera, pero hacía tiempo que a él le importaba más bien poco. Hacía meses que tan solo se dedicaba a obtener su propio placer, cosa que casi nunca coincidía con el de su interlocutora. Solo algunas veces accedía de mala gana a algunos besos y caricias después de su punto culmine, y muchas menos a ayudar, ya sin coito, a su mujer a lograr el orgasmo.
Logró terminar el plato solo porque no quería que ella se enojara más porque no comiera. Apenas terminó de comer, pasó al baño y vomitó violentamente. Después se sentó en el inodoro con la cabeza entre las manos, vencido, sudando, al borde del llanto. Era como haberse quitado todas las relaciones de encima, no quería tocarla más. Sintió que ese asco volvería a aparecer cada vez que viera su cuerpo desnudo, que vomitaría sobre sus pechos o sobre su espalda.

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